“Soñé que te perdía…”, susurró mi marido en mi oído, cuando aún no despertaba del todo.
Abrí los ojos grandes, inmensos, con un sentimiento parecido a la culpa. Afortunadamente me encontraba de espaldas y no pudo ver la sorpresa reflejada en mi mirada.
¿Había kackeado mi correo electrónico? No lo creía capaz. Por celular no habíamos hablado ni enviado mensajes, es más, ni siquiera tenía su teléfono.
Oí su sollozo contenido. Jamás había llorado. Bueno sí, una vez, cuando Dodó se movió por primera vez. ¿Lloraba? Me abrazó con fuerza.
¿Era tan obvia? Ya me había dicho que por qué me reía tanto.
--No me rio, sonrío.
--Es lo mismo, ¿Qué te traes?
Recordé el chiste de un norteño que llevó a su hija al cirujano plástico:
--Oiga, doctor, mi hija tuvo sus “queveres” con un infeliz y…pues… quiero que la arregle.
El doctor, después de ver tamaña pistolota al cinto, respondió con cautela:
--Mire, err…, señor, err…, yo no arreglo “ese” tipo de problemas.
--No, si no quiero que la arregle de “eso”. Quiero que le quite esa estúpida sonrisa de satisfacción.
Así estaba yo, con una sonrisa de satisfacción causada por un cyberaffair.
Para entonces, los sollozos de mi marido iban en aumento. Sentía en mi espalda cómo se movía.
No sabía yo si enfrentarme a él y contarle todo, aunque no sabía bien que era todo. O fingir demencia, sonreír, decirle: “Es una tontería, ¿Por qué lo dices?” o algo así.
Tomé aire y poco a poco me giré para verlo a la cara. Sus sollozos ya eran convulsiones hechas y derechas.
Estaba a punto de abrazarlo, jurarle amor eterno cuando dijo:
¡Se pasó!, pero cómo podemos manipular mentalmente toda una situación a partir de un simple comentario.
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