Quien entraba en casa de Ellas--novios, pretendientes, pretensos, pretendejos, colados, aspirantes y suspirantes-- salía con un apodo: el de la calva lujuriosa, el chindongo, el que usaba zapatos, el sinsesos, Boogie el aceitoso, el terrorista, el muppet, el Dick Tracy, el gusano, el patotas, el suicida, el chico listo, el bongocero, el clemenson, el piernudo, el gordo billetes, el raice crispis y un largo etcétera que la distancia ha borrado por muy obvios, o porque no dejaron huella.
Los alias se adjudicaban ya fuera por una característica interna que se hacía patente –el sinsesos, cle-menson--, por una externa –el gordo billetes, el piernudo, el pistiojo, la vaca-- o por una acción que los llevara a descubrir su vocación –el suicida, el terrorista—.
De los más célebres, está el suicida, quien llegó acompañando a la pandilla de la Hermana Mayor a su fiesta de cumpleaños un sábado por la noche. Sin conocer a la anfitriona y el motivo, el individuo se disculpó por no llevar regalo y le pidió que tomaran un café un domingo para reparar su falta. Distraída como andaba, la Hermana Mayor asintió y siguió en su relajo.
Al día siguiente, el susodicho se presentó a las 2 de la tarde, con un tierno osito de peluche para la cumpleañera. Abochornada por no acordarse de él y pensar que “un domingo” podría ser cualquier otro y no precisamente tan pronto, lo invitó a comer.
La mesa para seis personas se amplió a siete, se sacó la vajilla para visitas, se adornó como de fiesta, se echó “más agua a los frijoles” y se sentaron, un poco incómodos todos por no conocer al chico más bien grande, pero bien vestido.
La distribución en la mesa rectangular fue la siguiente: los padres en las cabeceras, los tres hermanos de un lado y la Hermana Mayor y el interfecto, enfrente. La comida transcurrió como siempre: bromas, “pásame la sal”, “otra tortilla, por favor”, “gracias”, etc.
En la sobremesa, siguieron platicando de nada en especial, cuando el chico –y aquí viene el descubrimiento de su vocación—se dirigió al patriarca y con la seguridad de no conocer los antecedentes del bárbaro del norte que era el padre, espetó con una candidez rayana en la estupidez: “Bueno, es momento de hablar. Señor, vengo a pedir la mano de su hija”.
Los hermanos, a uno, soltaron la carcajada y no se cayeron de las sillas porque se detenían unos a otros; el papá le dijo a la mamá que trajera cafecito, sorprendido por la audacia del muchacho, mientras que la Hermana Mayor se puso como bandera: blanca de sorpresa, roja de vergüenza, y verde de coraje. Al no conocer al joven, no sabía si bromeaba o lo decía en serio.
Quien sabe como terminó la comida, lo cierto es que desde ese día se ganó el célebre mote de Suicida, se aventó “sin red”. Resultó ser un obsesivo compulsivo y se convirtió en la sombra de la Hermana Mayor, hasta que la mamá habló con la progenitora del muchacho y se acabó el acoso.
Otro célebre por sus efectos fue el terrorista. La Hermana Mediana lo llevó a su casa una soleada tarde de un verano de los 80, al salir de la Facultad, para hacer un trabajo. Iba vestido como los chavos de ahora: tenis negros, pantalones de mezclilla gastados y deshilachados de la bastilla, camiseta negra deslavada con el logotipo del diario donde trabajaba. Hoy no habría causado tanto revuelo, pero hace tres décadas… El contraste no pudo ser mayor: acostumbrados a los niños bien con los que se relacionaban, el chico en cuestión provocó un sisma.
El impacto de que laboraba en un periódico de izquierda (el patriarca leía otro de derecha), el cabello alborotado y rizado y unos atentados en Inglaterra relacionados con Muammar El-Gadafi (que vestía de negro y tenía el mismo no-corte de cabello), hicieron una curiosa asociación y le llamaron “terrorista”.
Probablemente hubiera pasado sin pena ni gloria, como “el sinsesos” (un scout de una sola temporada), o el “chindongo” (que tenía un ojito medio cerrado, pero que bailaba muy bien), si no fuera por los constantes atentados contra la Hermana Mediana: tiro por viaje, un plantón, y tiro por viaje, un tache en la contabilidad familiar. La Hermana optó por no contar a nadie de sus furtivos encuentros, y lo convirtió en el dulce gozo de saberlo clandestino. Sin embargo, la policía familiar secreta se enteraba de todos y cada uno de sus pasos. Finalmente, el terrorista desapareció, pero se recuerda de vez en cuando con temor en esa familia… Se pensaba que la Hermana Mediana sufría lo que se conoce como el síndrome de Estocolmo.
La Hermana Menor, brillante en todos los sentidos, llevó un año nuevo al único que se le conoce oficialmente: el piernudo: un chico alto, atractivo, inteligente, que usaba los pantalones súper apretados. De ahí que supieran cómo eran sus piernas, entre otras virtudes.
De los otros se recuerdan con cariño al “fin te conocí uno con zapatos” (el primer novio de la Hermana Mayor); cle- mensón (primer novio de la Hermana Mediana); al bongocero (moreno, cabello corto ensortijado, atractivo, pero comprometido con otras); al de la calva lujuriosa (quien tenía entradas que parecían salidas de emergencia); al gordo billetes (por lo de la publicidad de la lotería).
Como adéndum de la tercera generación de las Hermanas, están el raice crispis (un chico esmirriado, un triste arrocito con ínfulas, es decir, inflado); la vaca (un chico súper listo que le pasó lo que a la vaca de don Vicente y un día se vistió de carácter, es decir, con manchas negras) y la torre de Mordor (el novio oficial, alto, delgado, y ojón).
Por obvio, se suprime el alias del último novio de la Hermana Mediana, que se convirtió en su marido. Solo baste una pista: cuando entraba, los hermanos, al unísono, cantaban: “It´s time to play de music…”
Interesante relato, no hay mas personajes?!! HMR
ResponderEliminarja ja ja y no entraba Kermit?!?!?
ResponderEliminarNop, no era kermit.
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