La tía Ella
A diferencia de las tías de Ángeles Mastretta, la tía Ella vivía en la Ciudad de México y no en Puebla, con un ritmo acelerado entre cursos en línea, clases presenciales, hijos adolescentes, un marido y muchas ganas de hacer cosas. Tenía pechos generosos, poca retaguardia y unos ojos que se quedaban riendo, aún cuando la cosa se ponía seria.
Le gustaba bailar, tocar la guitarra y cantar. En alguna ocasión, una compañera le reclamó que “su novio” se había enamorado de su voz en una reunión de la prepa. Pues, ni modo, no iba a dejar de cantar. Nunca le dio entrada a ese chico, pero tampoco nunca la volvieron a invitar a esas fiestas… las amigas.
Tuvo cuatro novios, o mejor dicho, tres, porque el segundo no lo fue de cierto. El primero era un dulce, sencillo y medio lento, pero cuando se puso “francés”, lo mandó a paseo. Lo de “francés” era un término acuñado por sus tías abuelas, que implicaba un beso de ese estilo y unas manos de pulpo que buscaban “aquello” que se debía conservar oculto hasta el matrimonio.
El segundo, como la canción de Silvio Rodríguez, rompió todos sus esquemas, sin declaración de inicio o final; más desencuentros que encuentros, oposición familiar unánime. Sin embargo, aquello del dulce gozo de saberlo clandestino la llevo a compartir su cocina y su mesa, más no su cama. No, una chica decente no hace eso. Su presencia se grabó en una parte de su subconsciente a fuego y hierro, y su desaparición súbita lo encapsuló para siempre.
El tercero, una persona noble, de gran corazón como su cuerpo, pero sin la chispa que buscaba la tía Ella, pasó con más pena que gloria, eso sí, con muchas flores, chocolates, detalles y más detalles que no lograron allanar el camino hasta su corazón, pero sí el de todos aquellos que disfrutaron sus atenciones: hermanas, hermano, nana, mamá…
El cuarto, con manos grandes, boca de fresa, güero, galante, atractivo –solo para sus ojos-, persistente, se mantuvo entre bambalinas desde el primero hasta el tercero, y cuando vio la oportunidad, saltó a escena y la conquistó, de eso hacía más de 25 años, dos hijos, un departamento y dos coches.
Durante 25 años, la tía Ella se había acostumbrado a vivir pendiente de los horarios de los hijos: conseguir un trabajo por las mañanas mientras los críos iban a la escuela, estar en casa los fines de semana, llevarlos por las tardes a sus actividades. Comida con sus padres los domingos. Alguna que otra salida al cine, alguna que otra reunión con las amigas de la maestría.
En el plano profesional y académico, desde hacía 5 años había decidido crecer ante las reticencias de su mareado de avanzar en la carrera y de su insistencia de poner un negocio. Fue una ruptura emocional, que no física, pero al fin ruptura.
Cercana ya a los 50 años, la tía Ella había conseguido su grado de maestría, un lugarcito en una institución oficial de prestigio, clases en varias universidades y otras monadas. Se sentía plena y satisfecha en el plano profesional y académico, pero no así en el emocional. Movida por quién sabe qué artes (¿la cadencia, la vida o la divina providencia?), juegos de palabras o acceso a la web, desenterró la cápsula del tiempo y la actualizó. Si fuera computadora, se diría F5.
Con un clic, un buscador y una ecuación booleana, encontró los rastros digitales de una sombra. Y descubrió que el tiempo sí pasa, nada permanece intacto, solo el recuerdo o el ideal.
No fue necesario un campanario o un sótano, solo el recuadro de un chat, un documento Word, una comida y un café, para darse cuenta de lo diferente que era el recuerdo con la realidad.
Sin embargo, el encuentro furtivo entre bytes le permitió mantener una sonrisa en los momentos difíciles que pasó toda la familia por un problema de grandes proporciones. Nadie comprendía cómo era posible que mantuviera una sonrisa en esos momentos y no se derrumbara como le pasaba a los demás. Nadie, salvo su marido que en todo momento le preguntaba:
--¿De qué te ríes?
--No me río, sonrío—respondía la tía Ella.
Tenía muchas cosas de qué sentirse feliz aún dentro de la crisis familiar: de sus hijos, que habían ganado el derecho a estudiar en la mejor universidad de México; de que le habían caído trabajitos extras. Pero sobre todo, de que había una presencia del pasado en quien pensar para abstraerse de la rutina y de las guardias cargadas de tensión.
Y aquilataba esa presencia, más virtual que real, que respondía a altas horas de la noche y compartían una parte del trabajo de cada uno desde su lado en la red. Un desayuno tardío y una caminata por las calles céntricas de la ciudad, le informaron a la tía Ella que ese camino estaba vedado para nada más que una amistad. La llegada del metro en el sentido que Él llevaba y una despedida sorpresiva dejó el asunto en veremos: ¿cuál era el pendiente que se quedó silenciado por la distancia? ¿Cuál era “la pregunta” que nunca respondió?
Dicen que la tía Ella durante muchos años guardó ese pendiente junto con un poema de la cubana Dulce María Lynaz:
El beso que nunca te di, se me ha vuelto estrella dentro…
¡Quién lo pudiera tornar –y en tu boca…- otra vez beso!
Quién pudiera como el río ser fugitivo y eterno:
Partir, llegar, pasar siempre y ser siempre el río fresco…
Es tarde para la rosa. Es pronto para el invierno.
Mi hora no está en el reloj… ¡Me quedé fuera del tiempo!
Continuará…